Articuentos

Juan José Millas

Internet

Internet es un territorio fabuloso porque nada se respeta en él… Ya no podríamos imaginar la vida sin ese continente que nos abre a horizontes nuevos cada día… Cualquier día de estos, entro yo mismo en el artículo de Wikipedia donde se da cuenta de mi biografía y pongo que me he retirado a una isla griega para quitarme de en medio. Y sin dejar de estar aquí, en alguna dimensión de la realidad me encontraré frente al mar, retirado del tabaco, de la bebida, del deseo, retirado de mí.

Dios

En el campo suceden muchas cosas. Ahora mismo se ha detenido sobre el teclado del ordenador un saltamontes que mira con un ojo lo que escribo y con el otro me contempla a mí. Es evidente que no sabe lo que ve, pero no importa porque no mira para él, sino para alguien lejano: para Dios. Dios está ciego, de otro modo no se en

tiende que haya creado tantos ojos, y tan diferentes, para controlar el universo. La suma de la mirada del saltamontes y la mía arroja un resultado de superficies horadadas

y cuerpos cavernosos por cuyos túneles se arrastra Dios intentando entender su creación. Le grito al saltamontes que se aparte, pero no me oye.

Quizá sea capaz de percibir el roce de una babosa sobre la hierba, pero no le llega mi voz, como a mí no me llega el  ruido de su mandíbula al masticar. Los dos oímos para

otro: para Dios, sin duda, que está sordo. Por eso ha llenado el mundo de los insectos, mamíferos, aves y reptiles que graban toda clase de sonidos y conversaciones para

él. La suma de lo que recogen mis oídos y los del saltamontes es la sinfonía con la que se desayuna Dios, mientras huele la mañana con nuestro olfato .El saltamontes ha recogido un resto orgánico del teclado del ordenador —quizá una escama microscópica

de la yema de mis dedos— y lo mastica al tiempo que yo trago saliva. ¿Comeremos también para Dios?, me pregunto. Dios no soporta no tener estómago, por eso ha

llenado el universo de abdómenes especializados en digerir para él. Dios carece de vista, tacto, oído, olfato, gusto.

Quizá no existe, así que para tapar esa carencia atroz ha llenado el universo de anélidos, lamelibranquios, vertebrados, acéfalos, reptiles… Todo te parece poco si no existes, y demasiado si un día, al asomarte a los ojos de un insecto, comprendes que aunque es él el que te mira, es otro el que te ve

Escribir

«13.15. Todos los tripulantes de los compartimientos sexto, séptimo y octavo pasaron al noveno. Hay 23 personas aquí. Tomamos esta decisión como consecuencia del

accidente. Ninguno de nosotros puede subir a la superficie. Escribo a ciegas.» Estas palabras, escritas por un oficial del Kursk en un pedazo de papel, tienen la turbadora exactitud que pedimos a un texto literario. El autor está rodeado de bocas que exhalan un pánico que ni siquiera nombra. Él mismo debe de encontrarse al borde de la desesperación, pero no tiene tiempo ni papel para recrearse en la suerte. Ha de hacer, pues, una selección rigurosa de los materiales narrativos, y el resultado es esa obra maestra en la que, sin embargo, sólo cuenta aquello a lo que se puede asignar un

número: la hora y la cantidad de hombres. En situaciones extremas, la literatura sale a presión, como por la grieta de una tubería reventada. El documento del oficial del

Kursk es bueno porque es necesario. Mientras la muerte trepaba por sus piernas, ese hombre se entregó con fría vehemencia a la literatura. Y de qué modo .Naturalmente, lo que no dice ocupa más de lo que dice, pero lo ausente ha de aportarlo el lector, que es tan responsable de lo que lee como el escritor de lo que escribe. Sería absurdo comenzar una novela afirmando de un frutero que es bípedo. El lector tiene la obligación de saber que los fruteros son bípedos y que están dotados de cuatro extremidades con cinco dedos en cada una de ellas.

Sin estos sobreentendidos primordiales, la escritura resultaría imposible. Lo curioso es que un billete con cuatro líneas aparecido en el bolsillo de un cadáver responda de súbito a la vieja pregunta de para qué sirve la literatura. Sirve para contarlo. Todos aquellos que aspiran a escribir deberían recitar el texto del Kursk como una oración. Ser escritor, al menos cierto tipo de escritor, significa vivir rodeado de pánico percibiendo a tu alrededor bultos que pasan de un compartimiento a otro con los calcetines mojados. Y tú eres uno de esos bultos: aquel que, por encima o por debajo del miedo, está poseído por la necesidad de contarlo, aunque las posibilidades de que alguien lo lea sean muy escasas. Escribo a ciega.